Lluís Uría
LA VANGUARDIA
La delirante escena del camarote abarrotado en la película Una noche en la ópera es probablemente una de las más celebradas de la filmografía de los hermanos Marx. Todo el humor disparatado y corrosivo de Groucho y su familia de cómicos está ahí condensado. Pero en el mismo filme hay otra que no le va a la zaga: aquélla en la que Groucho y Chico Marx discuten sobre el contenido de un contrato, que acaban rompiendo en pedazos hasta dejarlo en un mínimo fragmento de papel. El absurdo diálogo entre ambos –“La parte contratante de la primera parte será considerada la parte contratante de la primera parte...”– acaba con el siguiente intercambio:
–De todos modos estamos de acuerdo, ¿no? Entonces ponga su firma ahí y el contrato será legal.
–Me olvidé de decirle que no sé escribir...
–Es igual, mi estilográfica no tiene tinta. Pero tenemos un contrato, por pequeño que sea...
–¡Eh, un momento! ¿Qué pone aquí? ¿Qué es esto?
–Oh, esto es una cláusula habitual... Dice: ‘Si alguna de las partes firmantes en este contrato demuestra no estar en su sano juicio, el contrato será nulo’.
Parece difícil superar el surrealismo de esta escena. Sin embargo, Boris Johnson está consiguiendo llevar la política británica a niveles de desatino similares. El último golpe de efecto del primer ministro en el vibrante culebrón del Brexit –lleno de emoción y sobresaltos desde que los británicos decidieran salir de la Unión Europea en el referéndum del 2016– ha sido romper de facto el acuerdo de divorcio arduamente alcanzado con Bruselas cuando faltan poco más de tres meses para que se consume. Un acuerdo que él mismo suscribió e hizo aprobar por el Parlamento en diciembre.
Hay que admitir que aquel Acuerdo de Retirada estaba preñado de ambigüedad. Pese a todas sus proclamas patrioteras –esas que excitan a las masas pro Brexit con automatismo pavloviano–, lo cierto es que hace tan sólo nueve meses Johnson aceptó lo que hasta entonces había rechazado: con el fin de salvaguardar los Acuerdos de Viernes Santo y el proceso de paz en Irlanda del Norte, accedió a que el Ulster se mantuviera temporalmente alineado con las normas y regulaciones europeas, de forma que no hiciera falta levantar de nuevo una frontera entre las dos Irlandas. Mientras tanto, se daba margen para negociar y acordar un futuro tratado comercial entre el Reino Unido y los 27. Esa transacción implicaba, de hecho, algo a priori inaceptable para Londres: colocar temporalmente una frontera aduanera en el mar que separa las islas de Irlanda y Gran Bretaña.
Pero el tiempo ha pasado sin que las negociaciones sobre la futura relación con el continente hayan avanzado un ápice. El reloj del Brexit se echa encima. Y antes de tener que hacer lo que no quiere hacer, Johnson ha empezado a dar marcha atrás... El proyecto de ley destinado a garantizar la integridad del mercado interior del Reino Unido –aprobado en primera lectura por la Cámara de los Comunes esta semana– representa en la práctica una ruptura unilateral del acuerdo con la UE en lo relativo a Irlanda del Norte. ¿No me gusta una cláusula? Pues rasgo el papel del contrato como los hermanos Marx. ¡Ras!
La maniobra es arriesgada. Boris Johnson, a quien podría aplicársele otra máxima atribuida dudosamente a Groucho Marx –“Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”–, no ha enloquecido. Ha hecho una jugada tan impúdica como las que se ha habituado a poner en práctica su sosias del otro lado del Atlántico, Donald Trump, especialista en romper tratados internacionales y saltarse las reglas acordadas por la comunidad mundial para chantajear a socios y rivales comerciales con el fin de obtener un trato más beneficioso. Lo hizo con sus aliados México y Canadá, a quienes forzó a revisar el tratado de libre comercio entre los tres países. Y lo hace con China: la Organización Mundial del Comercio declaró ilegales esta misma semana las tarifas aprobadas por Trump para gravar las importaciones chinas (aunque eso en la práctica no vaya a servir de mucho a Pekín, dada la incapacidad de imponer medidas coercitivas a Washington)
Boris Johnson está haciendo exactamente lo mismo. Su objetivo no es romper la baraja. Un Brexit sin acuerdo, a la brava, y sin un nuevo acuerdo comercial bilateral entre ambas partes sería enormemente perjudicial para Europa, pero para el Reino Unido –el 43% de cuyas exportaciones tienen como mercado la UE– sería literalmente catastrófico. El crecimiento económico, según todos los cálculos hechos hasta ahora –los del Gobierno incluido–, quedaría severamente amputado, lo que en un momento de crisis grave como el actual a causa de la pandemia de Covid-19 dibuja un panorama sombrío.
No, Boris Johnson no quiere romper. Lo que quiere, con meridiana claridad, es extorsionar a la UE para obtener mejores condiciones. Lo que buscan los británicos no es ningún secreto: quieren seguir teniendo libre acceso al mercado único europeo sin restricciones. Es decir, conservar todas las ventajas de estar dentro de la UE pero sin pagar ninguno de los peajes. Lo que los franceses expresan con el adagio “tener la mantequilla y el dinero de la mantequilla”.
El riesgo, claro está, es que esta jugada le salga mal. Que arruine las posibilidades –ya pequeñas– de alcanzar un nuevo acuerdo comercial con los 27 antes de final de año y que, en un daño colateral no calculado, bloquee también el nuevo acuerdo comercial que Londres quiere suscribir con Washington (los demócratas Joe Biden y Nancy Pelosi ya han advertido de las graves consecuencias que tendría para ese objetivo la decisión de sacrificar por el Brexit el proceso de paz en Irlanda del Norte) Mientras el reloj avanza y los equipos negociadores se encallan en la letra pequeña –y en la ya no tan pequeña–, una voz parece salir del número 10 de Downing Street con la voz de Chico Marx añadiendo a cada ronda una nueva y última petición: “¡Y también dos huevos duros!”.