Fue en 1959 que se escribió este cuento para leer a los nietos a la luz de la luna; como cada año, se los comparto:

 

El Año Nuevo nace en el cerro de la Bufa. En el interior del cerro existe un castillo inmenso; por el norte el palacio se extiende hasta las minas de Vetagrande; por el oriente se ensancha hasta las minas de la Fe, de Sauceda de la Borda y del Pedernalillo; por el poniente alcanza hasta los cerros de la Virgen y del Padre; y por el sur llega hasta el cerro del Grillo, las minas del Bote y de la Sierpe. De hecho, la ciudad de Zacatecas quedó asentada sobre este Castillo de fantasía.

Quien encuentra la puerta secreta que hay en la cúspide del Crestón podrá entrar al palacio por una larga escalinata de mármol negro. En el fondo, aparecerá ante sus ojos el extenso y bellísimo castillo. El piso está hecho de oro y plata; grandes losas de los metales preciosos lo cubren. Las paredes son de oro macizo. Brilla en todo el interior una luz intensa que proviene de multitud de piedras preciosas que penden de los techos fabricados de bronce. En los techos y en las paredes centellean perlas, diamantes, calcedonias, esmeraldas, lapislázuli, zafiros, topacios dorados, amatistas, ágatas, crisofrasas, granates, rubíes que iluminan los pasillos y las estancias con luces blancas, azules, verdes, amarillas, rojas, que dan al castillo un aspecto fantástico y extraño, un centelleo de encanto.

Y la rareza: el palacio del interior de los cerros que circundan la ciudad como centinelas en torno, ¡está habitado!. En el castillo viven millones de gnomos. Los gnomos son los artífices, los dueños, los guardianes de los metales y de las piedras preciosas que hay en las minas, en los criaderos de placeres. Los gnomos son unos seres pequeñitos que apenas levantan cincuenta centímetros del suelo. Son blancos, de gran melena, de ojos sesgados, enjutos; portan un gran bigote y una barba descomunal que les arrastra por el suelo. Visten con ropas multicolores y se cubren con un gran gorro rojo terminado en punta con un cascabel resonante.

El interior del castillo está lleno de estos seres diminutos y exóticos. Los enanos tienen un encargo especial: cuidar y alimentar a los Años Nuevos. Dentro del castillo existe un sector hecho de cristal, a la manera de un exhibidor gigantesco. Dentro de ese exhibidor los gnomos tienen guardados a los Años Nuevos. Estos son unos bebés hermosos, blancos como el marfil, sonrosados, de cabello rubio y ensortijado, robustos.  Están guardados en pequeños estuches, envueltos en algodones para que no mueran de frío. Los enanos, a cada instante, los cuidan, los alimentan, los miman con caricias maternales. ¡Infelices de los gnomos si dejaran perecer a los Años Nuevos! ¡¡Ya no habría Año Nuevo, se terminaría el tiempo y se acabaría el mundo con todos los seres animados e inanimados!!

Al llegar el mes de diciembre de cada año, los gnomos celebran, dentro del castillo, una asamblea general. El enano más viejo y respetable toca su cuerno y el eco resuena por las vastas cavidades. La multitud de los gnomos se congrega para discutir cual de los “Años Nuevos” está mejor alimentado, mejor dotado para echarlo al mundo. Gritan, opinan, discuten, se enfurecen, patalean, dan volteretas, hacen berrinches. Al fin, por medio de votación secreta eligen al Año Nuevo que ha de salir a recorrer el universo.

El día último del año es de gran fiesta dentro del castillo. Hay que despedir al Año Nuevo que abandona el hogar. Hay más luz que de costumbre; se multiplica el tropel, el bullicio, la algarabía. Todos los gnomos gritan, cantan, ríen a mandíbula batiente. Brindan en diminutas copas con néctares pétreos por el huésped que se va. El Año Nuevo es colocado sobre un trono en medio del castillo; todos los enanos giran en derredor en danzas y ritmos frenéticos. El enano más viejo hace entrega al bebé de un bastón y de un morral con provisiones para el camino que recorrerá durante un año. El Año Nuevo sonríe, prodiga abrazos y se despide de todos.

Mientras tanto, acá afuera, en la casa de los hombres, pocas gentes perciben lo que sucede. A las once y cuarenta y cinco minutos de la noche en punto, una gran sombra atraviesa la ciudad y va a posarse sobre el crestón de la Bufa. Es el año Viejo que regresa después de un año de caminata. Es un viejo largo, largo, que parece llegar hasta las estrellas; flaco, desgarbado, enjuto, encorvado; el cabello blanquísimo, desmelenado; un bigote y una barba luengos; sucio del polvo de los caminos, con sus vestidos harapientos; trae un bordón en la mano izquierda y una lámpara de petróleo en la derecha.  Es el Año Viejo que ha regresado de su largo viaje.

Con la debida anticipación, los gnomos científicos han construido un cohete espacial que erigen como prolongación de la torre del observatorio meteorológico visible en el extremo poniente del cerro de la Bufa. Sobre férrea plataforma se yergue el gigantesco artefacto. Todo es actividad en torno al cohete. Los sabios enanos verifican sus cálculos, los técnicos dan los últimos toques, las órdenes finales; el cohete espacial, con sus poderosísimos motores, queda dispuesto.

Al sonar en los relojes la última campanada de las doce de la noche, el cerro de la Bufa se ilumina con un resplandor vivísimo, como si se hubiera encendido una hoguera gigantesca. Se levanta el peñasco enorme que sirve de entrada al castillo; aparecen millares de gnomos que levan en vilo al Año Nuevo. Se escuchan himnos extraños, cánticos rarísimos. Crestón abajo, en abigarrada multitud, los gnomos conducen al Año Nuevo hasta la plataforma del cohete espacial. El Año Nuevo aparece radiante, coronado, robusto. Los gnomos lo introducen en la cápsula espacial. El gnomo más venerable enciende los motores cibernéticos. Se escucha un estruendo ensordecedor; se miran luces cegadoras; se produce un leve temblor de tierra. El proyectil arranca pesadamente y luego adquiere la velocidad de la luz, perdiéndose en las alturas con su carga preciosa hasta alcanzar la estrella más lejana. Al ascender el cohete espacial deja tras de sí un estallido de luces. Luces en propagación de colores iluminan la barranca y los paisajes del contorno. Una gran lluvia de oro se desata sobre el reventazón pétreo del Crestón. Verdes y azules sombríos acentúan el misterio de Vetagrande. Rehiletes incesantes en las cimas de los cerros: los rubíes dominan el cerro del Grillo; ópalos estallan en el cerro de la Sierpe; blancos diamantes, en el cerro del Padre; verde bandera y bermellones en el cerro de la Virgen; miles de cohetes arcoiris en el rumbo de Sauceda y Guadalupe; en la punta del crestón Chino avanzan gusanos de todos colores.  Del crestón de la Bufa brotan cientos de girándulas, en frenética tormenta multicolor que inunda el cielo; y resuenan cámaras, cohetones, ristras que hacen estremecer la tierra. Es la cauda que ha dejado el cohete espacial que lleva en su seno al Año Nuevo para colocarlo en la profundidad de la estratosfera.

En la tierra zacatecana las gentes generosas y buenas bailan, gritan, multiplican abrazos, se felicitan por la llegada del Año Nuevo. La danza de su alegría y regocijo les impide contemplar que en el castillo del interior del cerro de la Bufa los gnomos asisten, tristes y compungidos, a los funerales solemnes del Año Viejo que yace en el piso de plata, inmóvil para siempre.

 

Colorín colorado, este cuento ha terminado.

En memoria de Don Filiberto Soto Solís.

 


 
 

POST GALLERY