Lluís Uría

LA VANGUARDIA

 Hace unos años, en algunos puntos de la frontera francoespañola, como el del Coll dels Belitres, entre Portbou y Cerbère, aparecieron unos nuevos carteles informativos del departamento francés de los Pirineos Orientales dando la bienvenida a la “Catalunya Nord”. Al conductor avisado, sabedor de hasta qué punto esta apelación geográfica levanta ampollas a este lado de la cordillera, no podía dejar de sorprenderle la iniciativa, aun más viniendo de un país tan centralista como Francia, donde la palabra Catalogne ni siquiera aparece en la nomenclatura oficial (intentos ha habido, pero siempre han fracasado: la última oportunidad se perdió con la reciente integración de las regiones de Languedoc-Rossellón y Midi-Pirineos, que ha acabado denominándose simplemente Occitania). De todos modos, la extrañeza duró poco: en París tampoco debió gustar, porque el cartel del Coll dels Belitres no tardó en desaparecer.

 No hace falta un cartel para constatar que la Catalunya Nord existe. Como referencia geográfica. Como hecho histórico. Como herencia cultural y lingüística. ¿Como realidad? Eso ya es otra cosa. Más de tres siglos y medio después del tratado de los Pirineos (1659) –por el que España cedió a Francia el Rosellón, el Conflent, el Vallespir y parte de la Cerdanya–, la Catalunya francesa tiene más de lo segundo que de lo primero. Y todo intento, con los parámetros del sur, de comprender el norte –donde el catalán apenas se habla, el sentimiento catalanista está reducido a sus aspectos más folclóricos y la identidad regional se expresa en aficiones como el rugby y los toros– está abocado al fracaso.

 

Lo mismo sucede en el terreno político. La victoria del candidato del Reagrupamiento Nacional (RN) –extrema derecha– a la alcaldía de Perpiñán, Louis Aliot, en la segunda vuelta de las elecciones municipales el 28 de junio tiene muy poco que ver con la correlación de fuerzas y los movimientos de fondo de la política catalana. En el norte, el procés es observado con simpatía, pero con una inmensa distancia. Y cuando Louis Aliot va por los barrios acariciando los sentimientos identitarios de sus diferentes clientelas electorales, lo hace siempre desde la identidad francesa, que la renovada ultraderecha de Marine Le Pen presenta como asediada por la inmigración musulmana de origen magrebí.

Hace seis años, cuando Aliot lanzó el primer gran asalto a la alcaldía de la capital –ganó en la primera vuelta, pero perdió en la segunda–, le dijo a este periodista en su cuartel general del bulevar Wilson: “La verdadera amenaza para la identidad catalana es la inmigración masiva; en las escuelas de Perpiñán se ofrece a los niños la posibilidad de aprender árabe, pero no catalán”. Esta vez no le ha hecho falta blandir el espectro de la inmigración –su posición está más que acreditada– para ganar.

Para entender la victoria del Regrupamiento Nacional hace falta entender lo que es Perpiñán, una ciudad-mosaico de senyeres y quebabs donde conviven sin mezclarse catalanes de origen –menos de la mitad–, pied-noirs repatriados de Argelia en 1962, gitanos, magrebíes y otros inmigrantes venidos del norte de Francia (muchos jubilados modestos en busca de sol y vivienda asequible). Y cuyo máximo éxito reciente fue la victoria del equipo de la USAP en el campeonato francés de rugby del 2010 en un Camp Nou adaptado para la ocasión (Campions de França, tituló en catalán su portada el diario L’Équipe)

Nada que haya podido hacer olvidar los arraigados problemas de la ciudad: declive económico, paro, pobreza, tensiones étnicas, delincuencia –aumentada con la llegada reciente de bandas de narcotraficantes marselleses– y el agotamiento definitivo de un sistema político clientelar que había dominado la municipalidad desde finales de los años 50.  Todo ello ha alimentado el descontento de una población que se siente olvidada por el poder político y que se ha traducido en la victoria de una extrema derecha oportunamente reconvertida y despojada de sus aristas más afiladas.

 El triunfo de Aliot tenía algo de “inevitable”. Así lo juzga el geógrafo David Giband, profesor de la Universidad de Perpiñán, que ve en el nuevo alcalde de la capital catalano-francesa y en su camarada Robert Ménard –reelegido por mayoría aplastante en Béziers– a “los nuevos Señores del Sur”. Lejos de ser general, el triunfo de la ultraderecha en estos comicios se ha focalizado en esta zona y particularmente en estas dos ciudades, la cuarta y la primera más pobres de Francia.

 “Perpiñán es históricamente un terreno fértil para la extrema derecha –desde la llegada de los pied-noirs– y el antiguo Frente Nacional (hoy Reagrupamiento) está implantado aquí desde los años noventa. Aliot además ha hecho una buena campaña, presentándose como una persona independiente y sensata. Pero su victoria es sobre todo la derrota de Jean-Marc Pujol (el alcalde saliente), heredero del clan Alduy”, reflexiona Giband al otro lado del teléfono, aludiendo al político conservador Paul Alduy (alcalde de 1959 a 1993) y su  hijo Jean-Paul (que le sucedió entre 1993 y el 2009). “La gente estaba harta del sistema”, concluye.

 Hace diez años, Jean-Paul Alduy –entonces senador–, cantaba las alabanzas de la inminente conexión transpirenáica de alta velocidad, a la que apostaba el futuro de su ciudad. “Perpiñán, que ha sido hasta ahora un cul-de-sac, pasará a ser una ciudad-puente, rótula de enlace de la península Ibérica con el resto de Europa, habrá un cambio de escala”, contaba con entusiasmo a este –entonces– corresponsal. Los TGV pasan diariamente por Perpiñán desde diciembre del 2013. Apenas baja gente. El tren de alta velocidad no ha sido el factor dinamizador de la economía que algunos esperaban. Ni ha convertido a Perpiñán en el centro del mundo. Por más que el nombre del centro comercial de la nueva estación –bautizado con el aserto daliniano– intente convencer de lo contrario.


 
 

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